Un gobierno que dice llamarse democrático no puede pasar por alto una premisa fundamental: nada se impone porque sí, todo tiene que ver con una finalidad suprema que es la convivencia armónica entre las personas.
Si bien las instituciones fundamentales del país funcionan sin inconvenientes, no se ve ni se escucha un argumento jurídico válido que proteja a la persona de existencia visible correspondiente al presidente Zelaya. Estamos hablando de un principio constitucional fundamental que es el derecho a la defensa. Está claro que las instituciones democráticas son preocupación de orden público y que muchas personas dependen de ellas. Pero cuando éstas no funcionan como deberían, entonces, según la visión hondureña, se estaría en presencia de un verdadero golpe de estado. La inferencia interesante que se puede hacer aquí es la siguiente: nuestros países latinoamericanos viven constantes golpes de estado; o mejor dicho, viven cotidianos golpes de estado. Pero Honduras se olvida que los derechos individuales están para ser respetados, y si los derechos del propio presidente no se respetan, que les queda al ciudadano común de ese país.
Utilizando el mismo razonamiento del gobierno de facto de Honduras, los mismos hondureños hoy mismo pueden hacer valer su derecho de insurrección en defensa del orden constitucional consagrado en su art. 3 de la Constitución, alegando que las instituciones no funcionan para nada, o para unos pocos intereses. Los políticos alegan someramente que no existió golpe de estado al mantenerse la constitución y las instituciones, como si eso fuera llanamente la democracia. Esto huele a fetichismo político al creerse que la institución está por encima de los derechos del hombre, y que además no se las puede criticar.
Pero suponiendo que las instituciones hondureñas funcionen de maravilla –esto perfectamente encajaría en la utopía morista-, no puede quedar allí el análisis político y tomar la destitución del presidente como irrelevante para el todo. Se está obviando una violación jurídica trascendental, tanto pública como privada.
La violación que afecta a todos los hondureños se sustenta en la trasgresión cometida por los poderes legislativo y judicial, quienes alegan haber respetado las pautas delegadas por el pueblo. Esto no es cierto en razón de que la destitución ordenada por el Congreso no se ha hecho por las vías estipuladas en la Constitución de ese país. El art. 205 inc. 15 de la Constitución de Honduras expresa que el Congreso tiene la atribución de declarar si hace lugar o no a la formación de causa contra el Presidente. Esto supone un juicio previo antes de que se expida una resolución del Poder Judicial. El nuevo gobierno con esta negligencia ha de alguna manera enmendado la constitución en su art. 82, 89 y 94 que rezan sobre el derecho a la defensa, presunción de la inocencia, y de la imposibilidad de imponer pena alguna sin haber oído y vencido en juicio, respectivamente.
Tampoco vamos a dejar de lado en nuestra crítica la conducta del presidente Zelaya, conducta que sirvió de base a todo el debate geopolítico de la región. Es cierto que al presidente se le tiene vedado proponer una reforma de la constitución y que la reelección en aquel país está proscrita y está tipificado como un delito de traición a la patria. Art. 4 de la constitución. Y mucho más interesante es la lectura del art. 374 que reza que no puede reformarse en ningún caso los artículos constitucionales referidos a la forma de gobierno, al periodo presidencial, a la prohibición de reelección presidencial, entre otros. O sea, que no puede haber reforma en Honduras, sino solo enmiendas. ¡Es una constitución democrática lo que se está defendiendo tanto en Honduras? Si en otros países como Paraguay y Uruguay –que se conocen en el mundo como países democráticos- el presidente tiene facultad para presentar proyectos de reforma constitucional, no es entendible que en Honduras haya tomado decisiones desproporcionadas y fuera de la ley, como si el futuro del país dependiera de un hilo, o sea de una consulta popular. Es evidente que hay una violación de la constitución por parte de Zelaya, pero en todo caso es necesario un proceso de enjuiciamiento que lo determine. Pero de todas maneras, no escapa del análisis ese posibilidad de que la propia constitución tenga disposiciones contradictorias. Si la carta magna expresa su libertad de autodeterminación no quiere decir que un simple papel esclavice de por vida al pueblo hondureño; si la constitución es fiel a los principios naturales y de derecho no debe autoregularse y servir de instrumento para la sumisión de la vida, sino más bien debe ayudar a lograr que los hombres sean hombres y no deletreadores de artículos intocables. Hay que recordar que en el derecho político existe la institución llamada “mutación constitucional”, la cual puede operarse por el desuso en que caen determinadas normas constitucionales, y por la decisión política, a tenor de la cual se hace la interpretación de los preceptos. Mejor expresado y como lo dijera Carlos Fayt, la mutación es un cambio al margen del orden del cambio inherente a la reforma.[1] Entonces, no se puede mencionar un falseamiento del orden constitucional en Honduras, y lo que sí debe preocupar a ese país y a los demás es la discontinuidad o insuficiencia del ordenamiento para responder a los requerimientos de las fuerzas vitales que presionan sobre la decisión política.
Según lo afirmado por la doctrina, está claro que el poder judicial de Honduras debió haber elegido la vía de la interpretación para emanciparse de la normatividad formal de la constitución y así adecuar su acción a la normatividad material. Por más que la constitución de Honduras esté anclada en las llamadas “rígidas”, no puede bajo ni ningún pretexto jurídico desconocer el desenvolvimiento de un derecho constitucional no escrito –ya sea junto a ella o contra ella-. ¿O acaso Honduras ya ha llegado a los límites de su evolución social y política como para que la norma jurídica sea el exacto reflejo de la realidad hondureña?
Hay que distinguir entonces por un lado la falta cometida por Zelaya, y, por otro, no menospreciar la también flagrante contradicción de la constitución hondureña. Lo que queda claro una vez más es el celoso cuidado que ponen los políticos latinoamericanos a la ley, cuando los intereses son exponencialmente más grandes; mientras que todos los días en Honduras se violan sistemáticamente derechos más importantes que el cuestionado.
Llevando el análisis a un campo más allá de la demostración, es decir, a una gramática profunda que permita desenmascarar la realidad presentada por el verso mediático, podemos afirmar con un cierto grado de aproximación que la tendencia socialista reafirmada por el presidente destituido tuvo necesariamente que ver con el desenlace visto. Los medios derechistas confirman esta suposición al defender y advertir a nuestros gobiernos que acaten todo lo que el capital diga, de lo contrario no nos quedará más remedio que imponer dictaduras. Es entendible que la oligarquía hondureña no quiera permitir cambios bruscos que atenten contra su estabilidad patrimonial, y el socialismo en boga es la amenaza. Pero se equivocan al creer que la rigidez de la constitución promueva la ruptura revolucionaria; la rigidez tiene un propósito más sano que ese, que es el de garantizar al pueblo que no se les pisotee cotidianamente sus derechos logrados con sangre, sudor y lágrimas. Si el pueblo, sea por una consulta popular o la simple manifestación pacífica multitudinaria, pide a gritos un cambio verdadero, es para todos los idiomas lo mismo: soberanía popular.
El gobierno de facto ha pecado de legalista, y con ese vicio quiere sentarse a hablar con la comunidad internacional a enseñarles sus méritos de virtuosos y aplicados administradores del poder.
Las propagandas se confundirán con las noticias una vez más.
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