miércoles, 17 de noviembre de 2010

Preso auditivo que logra la libertad




Me levanto sin ganas de ir a los lugares señalados; pero la fuerza emotiva de la vida me empuja a correr contra el tiempo. Las luces del alma se van apagando cuando veo a chicos vendiendo sus vidas a los negros pájaros del trueque moderno; explotados que me muestran los perores errores del hombre y que son capaces de cortar cualquier latido de amor. Ya no puedo seguir moliendo horas en mi cuartel sin trincheras, en el que no aporto lucha abierta ni oportunidad de defensa en caso de ataques violentos.
La calle de mi barrio es un concierto de monstruos rodantes, que niegan la paz a todo a aquel que se ponga en su camino. Prefiero ser sordo a escucharlos desafiar incomprensibles, pero no puedo, estoy condenado a prisión auditiva; pienso en los demás presos como yo y me hago de valor para convencerlos de la injusticia de aquellas ruidosas sentencias, pero no hay cómo llegar a ellos, me han silenciado, ellos, los que no pueden pelear contra los dinosaurios metálicos. Parece que no hay sentido en el aire, por lo menos para las buenas razones, sino cómo se entiende la contradicción de aquellos que se disponen pasivamente dejan que sus oídos  se retuerzan   ante los estruendos de la calle, pero con ahínco niegan las palabras de los otros, de los que son como ellos, seres sometidos al ruido de la ciudad.
Camino de noche entre las pesadas veredas de los años, por ese camino prefabricado por los hombres con ganas de organizar la vida en base a números y utilidades. Y, a veces, puedo ver en esas caminatas los pasos olvidados de luchadores que enfrentaron a ese ruido que hoy entorpece. Claro, que ese ruido del ayer no es el de hoy, sino que el que hoy escucho es el hijo pródigo de aquel, con una velocidad de reproducción y timbrado muy superior a sus antepasados.
Con los ojos perdidos en mundos de silencios, trato de librarme de sus insultos arbitrarios. Pero diez minutos después, el laburo, las tareas, las necesidades, la libertad, me quitan de nuevo a la calle, o me ponen en cercanía con la misma. Y de nuevo a lidiar con él, con ese maldito signo del progreso. No me doy por vencido, y me juego con el arte como escudo. Los auriculares le hacen de justicia divina a mis oídos y sumerjo mi estadía por las calles en un envoltorio musical. Ahora camino sordo, con mis formas de silencios, tratando de olvidar la angustia de saber que no hay silencios más débiles que aquellos que te obligan a fabricar. Es cuestión de que se te terminen las baterías y el silencio termina. Estás indefenso y puedes terminar amando esos poderosos ruidos. Corro urgente a mi casa, a bañarme la suciedad de lo escuchado, por si me contamina.
Salgo de nuevo, pero hoy me he olvidado de algo trascendental, no he cargado las baterías de mi reproductor de mp3. Entonces, la calle se presenta más peligrosa de lo común. Mi imaginación vuela por las peores probabilidades con las que un transeúnte se puede encontrar; desde un choque violento de hierros, hasta el alarido del hombre que muere por razones de la economía de tiempo; pero eso no ha ocurrido, y voy aminorando la marcha como acostumbrándome. Sin embargo, la tranquilidad se termina cuando llego al lugar elegido. Hay música, pero ésta es música para muertos, y yo no lo estoy. No me gusta. Salgo de prisa llorando. Es así que las nubes se vuelven inquietas y la lluvia se hace presente en ese fantasmagórico escenario, haciendo recobrar la tranquilidad a mis sentidos tan indispuestos. Aprovecho el tiempo para acomodar mis estrategias en la lucha frontal. Ya no más baterías baratas, sino de larga duración y encima con repuestos. Abro otro frente, el de los amigos que me lleven a un sueño en sus charlas. A pesar que no todos tienen esa calidad de hacerme soñar, las cosas calman. Veo esperanzadoramente la reunión como entorno también envolvente e impenetrable. Pero me van dejando de lado, por los años, por los intereses, por las ideologías. Entonces, se hace fuerte la idea de amar, y me lanzo a la búsqueda. Sé que estoy solo en un mundo de solos, y la suerte juega un papel demasiado importante como para esperar y no pensar en otra alternativa. Por ello, la inquietud me lleva a lo desconocido. Me voy lejos de mi casa a mirar desde otro ángulo el horizonte.
Aquí, ya trasladado, mis días son más sustanciales. La vida aquí está llena de recuerdos, de memoria colectiva, de frenos y arranques. No es del otro mundo, pero se puede salir en las tardes a escuchar el sonido del aire y hasta diría el sonido de la luna cuando entra en la tierra. Quizás exagere, no obstante las palabras suenan y se respetan aquí. He olvidado las caminatas doloridas y amenazantes de mi ciudad. He dejado de fabricar los ruidos y dejar que los ruidos me construyan a mí.
                                                                                                                Lic. luis torres

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