Poco a poco el optimismo que predominaba en el Renacimiento[i] irá dando paso a su contrario: una visión pesimista y desengañada del mundo, impulsada por las convulsas crisis que sacudían a Europa y que habían hecho patentes los agudos contrastes sociales (el hambre, la guerra, la miseria). Nace así el Barroco (siglo XVII), que se caracteriza por el resurgimiento de las inquietudes espirituales, el retorcimiento en la expresión y una gran riqueza ornamental.
Aún se toma como modelo a los clásicos y se siguen cultivando temas ya tratados en el siglo anterior, pero ahora se exageran y deforman los recursos estilísticos[ii] con el fin de impresionar.
El culteranismo
En la lengua española, el Barroco adopta dos formas: el Culteranismo y el Conceptismo. La primera pretende ante todo lograr la belleza formal. Los autores eligen las palabras por su sonoridad y su poder de evocación. Consiguen crear así un lenguaje poético de tono elevado en el que abundan los recursos estilísticos: emplean voces nuevas tomadas del latín o del griego, enriquecen las frases con metáforas brillantes, introducen alusiones mitológicas[iii], fuerzan las sintaxis mediante el hipérbaton[iv]. Todo ello hace del Culteranismo un estilo difícil, accesible solamente a una minoría. El representante más importante fue Luis de Góngora.
Es de destacar que entre culteranos y conceptistas no se llevaban tan bien que digamos. Era muy habitual que las obras a veces sirvieran de piedra y trataran de herir al de la subcorriente contraria. Una de esas batallas literarias fue la que protagonizaron Lope de Vega y Góngora.
Una de las culteranas más influyentes de los períodos fue la mexicana Sor Juan Inés de la Cruz.
El Conceptismo, por su parte, busca la asociación ingeniosa de ideas (no se preocupa por las formas). Se trata de jugar con los conceptos[v], expresándolos en formas inesperadas y con ingenio. Los escritores conceptistas buscan las más sorprendentes comparaciones, las más extraordinarias asociaciones de ideas[vi], los contrastes violentos. Para ello se valen sobre todo de juegos de palabras, equívocos y antítesis. Su mayor exponente fue Francisco de Quevedo.
El siglo del teatro
El siglo XVII está considerado como el gran siglo del teatro. Ello se debe a la labor creativa de dramaturgos geniales que renovaron el género durante esta época: Shakespeare en Inglaterra, Molière en Francia y Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca en España. Antes, en el teatro coexistían una corriente culta, que representaba temas humanistas ante los nobles, y otra de carácter popular, con piezas cómicas que agradaban al pueblo. Pero durante el siglo XVII ambas tradiciones se funden dando lugar a obras que gustan a todos, independientemente de su condición social.
[i] En el siglo XVI renace en Italia el estudio de la cultura clásica. El Renacimiento, entonces, nace en este país para luego propagarse por toda Europa. Además del resurgir de los clásicos (Grecia y Roma), se caracteriza por su interés en el hombre (que ahora ocupa el lugar antes reservado a Dios), la atracción por la naturaleza y el auge de las lenguas nacionales.
[ii] En las obras literarias el autor, ya escriba en prosa o en verso, presta especial atención a las palabras. Trata de seleccionarlas y combinarlas en asociaciones afortunadas que resultan bellas y armoniosas. Para ello dispone de ciertos medios: son los recursos estilísticos. Comparaciones y metáforas son dos de los más utilizados.
[iii] Se refiere al tipo de narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad.
[iv] Es un recurso estilístico que consiste en la alteración del orden habitual de las palabras en una oración. Ej. “Estas que me dictó rimas sonoras…” (en vez de “Me dictó estas rimas sonoras…”)
[v] Idea abstracta y general de una cosa.
[vi] Con frecuencia las creaciones de los conceptistas resultan difíciles de interpretar, porque querían expresar muchas ideas en pocas palabras. De ello se extrae cierto gusto por el laconismo, es decir, por la concisión en la escritura como bien expresa la frase del prosista Baltasar Gracián: “Lo bueno si breve, dos veces bueno”.
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